viernes, 17 de mayo de 2013

   El momento de ti






Recuerdo que fue un sábado por la noche...
Decidí salir de casa tarde, cómo otras noches. Me daba pereza... pero entre la opción de quedarme sólo en casa o estar sólo entre una maraña de gente elegí la segunda, total, quedaban pocas noches de verano y la temperatura era excelente.
Llegué al Café de la Plata y bajé las escaleras dirigiéndome al atestado piano bar. Nunca entendí porque se llamaba Café ese garito donde se podía consumir cualquier bebida excepto café. Aquella noche el ambiente era especialmente pesado, marineros recién desembarcados, prostitutas,  grupos de turistas y algunos parroquianos acodados en la barra ...imágenes que se diluían entre el humo denso del tabaco.
El pianista elegía cómo siempre la siguiente actuación, con una ligera seña;  a veces sólo con acordes pescaba entre el público a los aficionados a cantar sus sueños perdidos en el escenario, parecía improvisado pero todo estaba estudiado.
De repente te vi  cuando bajaba  las escaleras, estabas con varios amigos que también yo conocía, me acerqué a saludaros. Te recordé de otras ocasiones en las que también nos habíamos saludado y eso había sido todo; ésa noche parecía que te interesaba charlar conmigo y pensé:
-A ver hasta donde...
Conectamos rápidamente ¿ recuerdas?, algo que a los dos nos sorprendió.Te interesaban mis proyectos musicales, mis conciertos, te encantó ese aspecto de mi vida...que era toda mi vida. Me llevaste a bailar y me enseñaste una sincronización entre cuerpos desconocidos que jamás hubiera soñado, me gustaba tu pelo, tu mirada y tu sonrisa; la manera de recular cuando yo quería entrar por la rendija entreabierta de tu alma, como cuando te pregunté  si estabas enamorada de tu marido,  no pudiste responder rotundamente y divagaste en un mar de teorías sobre el amor.
El pianista me avisó y me acerqué al micro, te quedaste perdida entre la gente, nos separaba un mundo y te busqué.Cuando te vi, charlabas  animadamente con una amiga, me miraste e hice lo que no hago nunca: me acerqué hacia ti cantando, cantándote; el local había enmudecido, el mundo había desaparecido. Todo el mundo nos miraba, me pareció que te morías de  vergüenza mientas te acercabas hacia mi, y bailamos abrazados, yo seguía cantándote, apretándote firme para que no se nos escapara ese momento, nuestro momento.
Alguien me quitó el micro al terminar la canción y así pude abrazarte entera, seguimos bailando pegados, cada vez más lento, sin escuchar la música ni las voces a nuestro alrededor.
Me dijiste que no me ilusionara contigo, que no podías darme más. Fuiste sincera y no me hiciste falsas promesas, yo no te prometí nada, te lo regalé todo, mis proyectos, mi largo viaje, la vida que me quedaba...
Tuviste que irte de repente, casi sin despedirte y yo no podía dejarte marchar así, por eso insistí en llevarte a casa en mi coche, por alargar lo improlongable, la locura de lo que no puede ser y nunca será.  En un semáforo en rojo te besé despacio, muy lento y suave, adaptamos nuestras lenguas y labios con sabiduría, como si nos hubiéramos besado toda la vida.
No me diste tu número de teléfono, no te lo pedí, sabía que para ti sería un problema rechazarme y no quise romper la magia de aquel instante. Te acerqué hasta tu casa y nos despedimos sin más, en mi mirada estaba todo mi ser, en la tuya sólo un adiós.
Decidí olvidarte rápidamente pero te buscaba cada noche que salía, iba al mismo garito, cantaba las mismas canciones, coincidí con nuestros amigos en varias ocasiones pero nadie supo darme cuenta de ti.
Empecé a buscarte en otras mujeres sin encontrarte. Una tenía tu pelo, otra tenía tu cuerpo, hubo alguna que incluso me ofreció una sonrisa como la tuya.Todas eran pedacitos de ti pero no eras tú.
La fecha de mi partida se acercaba, y seguía sin verte, empezaba a desesperarme  y de repente te vi  la otra noche, entraste en el café con unos amigos y el que supuse que sería tu marido.No me buscaste, yo te observé, estabas en otro mundo, en tu mundo... te vi bailar con tu marido, y dolió, te vi abrazarte a él  y dolió más, te vi besarle y me respondí a la pregunta que había quedado en el aire: Si, estabas enamorada.
Subí  las escaleras cuidando de que no me vieras y te vi feliz, te agradecí en silencio que hubieras sido  capaz de repartirme  un poco de esa felicidad.
Al día siguiente salía mi vuelo, iba a empezar una nueva vida, llegué al aeropuerto ligero de equipaje y lleno del momento de ti.


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lunes, 13 de mayo de 2013




Tango

 



                                            
El teléfono no paraba de repiquetear, salí corriendo de la ducha y a duras penas llegué al sofá.
-¿Aló?- respondí.
-“Je attendrai dans le silence de la nuit que tu t'approches de mon côté et tu me chuchotes ton amour “.
Por fín, escuché al teléfono la voz grave y sensual que hacía días esperaba. Abrí el closet y empecé a seleccionar la mejor combinación de prendas que, frente al antiguo espejo de tres hojas, me fui probando y desechando. Finalmente elegí un vestido  largo, recto, con una abertura lateral vertiginosa y que se adaptaba a mi cuerpo como un guante. Negro, sabía que te gustaba ese color. Me calcé unos zapatos de tacón, altos pero cómodos. Me maquillé ligeramente. Cogí una  ligera gabardina y el bolso y salí a la oscura noche.

Paré un taxi en la calle mojada y le dí la dirección de tu apartamento en el barrio de Montmartre. Llovía incesantemente y la pobre luz de las farolas de tu calle proyectaban sombras inquietantes a mi alrededor. Corrí a tu portal para no empaparme.Toqué varias veces el timbre , parecía que no estabas en casa. Iba a darme la vuelta cuando de pronto abriste la puerta. Una música sensual me invitó a entrar. Sonriendo, te  mostré la botella de vino que había traido para la cena,  Burdeos del 95, un reserva especial para una ocasión tan especial.
 Fumando un cigarro cubano, te gustaba porque te daba un aire masculino, abriste la botella y serviste el vino con deleite en sendas copas de cristal de Bohemia.


Reconocí el gorgoteo del vino, único en la primera vez que se vierte de la botella, ese sonido que no se repite nunca más en los siguientes servicios.
Me ofreciste la copa y el vino tenía ese color añejo, granate y brillante como tus labios, perfectamente maquillados, labios definidos, hechos para besar y ser besados incontables veces.
Te miré largamente y disfruté apreciando tu belleza, el cabello brillante, severamente recogido en la nuca, caía sobre tu hombro, dándote el aspecto de una potrilla desbocada que dificilmente lograba contener su pasión.
Me aferraste firmemente y comenzamos a bailar un tango acercándonos a la ventana, abierta para mitigar el sofocante calor pegajoso de la noche. Acariciabas mi larga melena rizada que tanto te gustaba. La suave brisa se colaba entre las aberturas de tu blusa blanca de crêpe, permitiendome vislumbrar la redondez de unos senos que deseaban escapar de su refugio. La luz roja de neón procedente de la calle se reflejaba en tu rostro, dibujando  tus grandes rasgos severos, que contrastaban con la promesa de tu mirada.
En cada giro, la larga abertura del vestido parecía querer desgarrarse. Mi mano se aventuró por debajo de tu blusa y con un sólo movimiento solté tu sostén y tus pechos me asaltaron libres de ataduras.


Observé una sonrisa de triunfo que me invitó a seguir la excursión por las prendas que cubrían tu perfecta silueta, atreviéndome a moldear unas nalgas que tenían la curvatura exacta de mis manos. Noté el efecto deseado en la tensión de tu abdomen.
Tu mirada oscura me hipnotizaba, me transportaba a sensaciones largo tiempo soñadas. Conocer el placer de lo prohibido, disfrutar de ese momento de llegar al límite, otear desde allí y valorar si saltar o no saltar. Poder echarse atrás o decidir jugarse la vida.
Ceñí la breve cintura frazada por el alto talle de tu pantalón de seda negra.
-“Sabes mejor que yo que hasta los huesos sólo calan los besos que no has dado, los labios del pecado”- me susurrabas al oído esa canción de  Sabina tan adecuada para una situación como la nuestra.

En ese momento cesó la música y tus dedos sabios treparon por mi espalda y, clavándome una mirada reveladora, deslizaste hacia mis glúteos lentamente, muy despacio, la cremallera de mi ceñido vestido negro...


  (*esperaré en el silencio de la noche a que tu te acerques y me susurres tu amor)
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domingo, 12 de mayo de 2013


La  Fruta en los bolsillos


     

Cuando se presentó ante el elegante edificio David tenía17años, los ojos oscuros como una noche sin luna y un sueño entre las manos.
Un mes antes había recibido una carta con el membrete de un importante bufet de abogados de Londres,  Faulkner, Whithecliff &Legrand, donde se le comunicaba que debía de presentarse ante ellos en el plazo máximo de un mes, para recibir un legado de  Lord S.Fitzgerald Claybourne. Llamó fuertemente haciendo sonar  la aldaba dorada, y mientras esperaba rozó la suave piel del melocotón que llevaba en el bolsillo. Deseaba olerlo, morderlo, y  disfrutar de esa carne jugosa. Pero no era el momento, debía guardar la compostura.
El tacto ligeramente peludo de la fruta le recordó otro tacto y otra piel, una piel que desde hacía años no rozaba, y un  recuerdo que le ardía en las entrañas.
Conoció a Sophie una mañana de junio cuando fue, como todos los días,  a llevar el pedido de fruta a la gran casa de la colina. La luz  incidía intensa y amarilla sobre el cuidado césped.
 La vio frente a la casa, jugando con los perros y sintió una suerte de temblor antiguo cuando ella volteó el rostro y dos gemas ambarinas se ubicaron para siempre en la enredadera de su alma. Semejante desequilibrio interior hizo que se le cayera parte de la fruta.  Ella se acercó para recoger un melocotón, lo frotó con el bajo de su vestido, y mirando a David, lo mordió despacio sin pelarlo. Él a duras penas evitó la tentación de acuclillarse en el suelo para beber el jugo que le goteaba desde  la comisura de los labios.
Sophie era la única nieta del Lord Claybourne. Tenía 15 años, dos más que David. Había ido a casa de su abuelo a pasar los últimos días del verano, y era, sin duda, la fruta más apetecible que David había visto en su vida. De hecho, él nunca se había fijado en las chicas, tan ocupado como estaba en trabajar y  ayudar en casa a su padre  viudo. En el poco tiempo que le quedaba para sí mismo se inventaba historias y a veces, las escribía.
Desde que terminó  la escuela elemental trabajaba como repartidor en la frutería de la plaza. Su padre no quiso que tuviera el mismo destino gris y polvoriento de tantos muchachos del pueblo que no podían costearse estudios superiores. Veía en su hijo la posibilidad de realizar un sueño. David quería ser escritor,  y su padre quería que se marchara de aquel pueblo maldito donde la vida y la muerte se daban cita alrededor de las minas de carbón. Era por eso por lo que él todos los días se dejaba el lomo y el alma entre esas oscuras paredes; y también por eso hizo lo imposible para  que el frutero aceptara a David como repartidor, para alejarlo de la más ligera idea de querer ser cómo él. David y su padre vivían en una sucia barriada, donde el negro humo procedente de la combustión del carbón en el vecino pueblo de Solihull luchaba tenazmente por entrar en cada mínima rendija de las  porosas fachadas de ladrillo mal encalado. A pesar de ello, David se esmeraba a diario en mantener el interior de su hogar lo más limpio posible, para hacer olvidar a su padre el ambiente gris de su trabajo diario.

A partir del día que conoció a Sophie, David guardaba en sus bolsillos las piezas más apetitosas para regalárselas.Una vez entregado el pedido en la cocina, se alejaba corriendo con ella y se internaban en el bosquecillo, escondiéndose entre frondosos árboles donde él le relataba sus historias de aventuras, monstruos imposibles,  amores y desamores, mezcladas con mordiscos a jugosas peras, exóticas fresas y deliciosos melocotones.
 Ella escuchaba  absorta el canto de las sirenas, los aullidos de las fieras y el llanto de los amantes despechados. David aprovechaba esos momentos para beberse su risa, secarle las lágrimas o abrazarla para espantar el miedo.
Una  mañana, Lord Claybourne caminaba por el bosque y los escuchó, se quedó parado tras un  roble centenario y esa misma tarde le dijo a su nieta:
-Mañana dile a ese muchacho que venga a contarme historias todas las tardes. Sabes que  a mi edad, mis ojos están cansados de tanto leer, y de paso se ganará un estipendio extra.
Así fue como David conoció a Lord Claybourne en persona. Durante ese verano acudía a su biblioteca todas las tardes y le relataba historias de su invención. Lord Claybourne le iba haciendo preguntas y eso le ayudaba a David a concretar los hechos que él mismo iba inventando.
A finales de septiembre Sophie le dijo que tenía que volver a Londres. David creyó que su alma estallaba en miles de pedazos. 
La última mañana no hubo más historia que la que se inventaron para ellos mismos, entre besos y pedazos de fruta se prometieron la vida, se sorbieron las lágrimas y se comieron los labios mezclados con higos tiernos. Las lenguas eran jugosas peras y los cuellos suaves como el melocotón.
 Ella le  prometió que volvería al verano siguiente, él juró por su vida que iría a buscarla. Pero Sophie nunca más volvió a la gran casa de la colina, y David no pudo ahorrar lo suficiente para viajar a Londres. Cuando preguntó por ella a Lord Claybourne, éste se encogió de hombros e hizo un comentario pasajero sobre la excéntrica moda entre la nobleza inglesa de enviar a sus hijas a estudiar en internados franceses. David consumió su última llama de esperanza de reencontrarse con Sophie. Poco a poco se fue habituando a su ausencia definitiva. Sin embargo, siguió con la costumbre de llevar siempre fruta en los bolsillos por si el viento del sur la traía de nuevo.
En sus escasos  ratos de ocio David  se afanaba en escribir, imaginando que le relataba a Sophie sus historias inventadas y durante dos años siguió  asistiendo a casa de Lord Claybourne, hasta que el anciano decidió volver definitivamente a su residencia en Londres.
Mientras esperaba frente al bufet de abogados, David continuaba acariciando el melocotón en el bolsillo cuando de pronto se abrió la puerta y le hicieron pasar al interior de un elegante despacho. Durante la espera, tenía la esperanza de poder  ponerse en contacto con Sophie a través de ellos. El abogado le hizo pasar a una amplia sala con una gran mesa ovalada de madera lustrada y  le dijo que en la carta enviada había un pequeño error. No se trataba de la herencia de Lord Claybourne, el cual seguía viviendo con una salud de hierro  frente a Saint James Park, si no de la  voluntad de la señora Sophie Seymour.
-¿La nieta del Lord? -exclamó David visiblemente alterado-¿Ha muerto? ¡No puede ser!
-No, perdone,  creo que me he explicado mal, no ha muerto-dijo el letrado-Se casó hace seis meses y dejó un legado a su nombre. Ahora vive en Estados Unidos, en Chicago.
David creyó que se vaciaba por dentro, las sienes le palpitaban y no podía creer lo que estaba escuchando. Su amor, su pasado, presente y futuro, se había marchado para siempre al otro lado del mundo.
El señor Faulkner le entregó una carta y una llave antigua. En el sobre  venía una dirección a donde se trasladó en metro. Abrió la puerta de la casa y se encontró ante un luminoso estudio. Estaba sobria pero confortablemente decorado. En el salón había un gran diván poblado de almohadones damasquinados frente al gran ventanal, y en un ángulo un antiguo pero sencillo escritorio de recia madera. Sobre éste lucía una nuevísima Remmington, probablemente importada recientemente de Nueva York.
Bajo la máquina de escribir había un sobre a su nombre. Lo abríó y leyó la carta escrita con perfecta caligrafía:
Nunca dejes de vivir tus sueños
Con todo mi amor
Sophie
 Se acercó a la puerta acristalada que daba a un  jardín y se internó entre los frondosos frutales. Había perales, manzanos, higueras y su frutal favorito. Se acercó al melocotonero y se sentó en la hierba, bajo la sombra del árbol. Sacó la ansiada pieza que llevaba en el bolsillo, lo frotó contra el pantalón y lo saboreó con deleite, sabiendo que esa vez,sería  la última.

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sábado, 11 de mayo de 2013


Morbo 




La ciudad, a esta hora punta, es un desbarajuste de tráfico y bullicio. Cruzo a la carrera la calle, inundada por miles de  reflejos de lunas derrumbadas. El largo flequillo empapado por la lluvia golpea mis ojos dificultándome la visión del caos. Las gotas de agua salpican mis piernas cruelmente a pesar de las botas de caña alta. Llego al tan conocido portal, pulso el timbre y espero. La puerta se abre automáticamente sin preguntar de quién se trata. Subo despacio las escaleras intentando detener el galope en mi interior. Has dejado, como siempre, la puerta entreabierta, pero no sé si ésta vez me esperas a mí.
Dudo si entrar, o llamar otra vez al timbre, sabiendo que puedo encontrarme una sorpresa desagradable. Me gusta arriesgarme, jugar con fuego, quemarme un poquito y controlar el resto del incendio…aunque esta vez, sé que se puede descontrolar la llamarada y consumirme por completo. Inspiro profundamente empujando la puerta.
-¡Deja tu bolso y el abrigo en el salón, ahora mismo voy, estoy terminando de prepararme! ¿No habíamos quedado dentro de una hora?-oigo tu voz procedente del baño.
Entro sigilosamente y cierro la puerta despacio. Dejo el bolso y la gabardina en el suelo. Estoy vestida solamente con  un mínimo culotte y un sujetador, un foulard de seda, y unas altas botas encharcadas. Mi largo pelo mojado empapa la piel de mi espalda, estoy helada y ardiendo a la vez.
Me acerco al baño, me planto de pié detrás de ti,  frente al espejo. Me miras inicialmente sorprendido, pero preguntas tranquilamente, con chulería:
-¿Que haces tú aquí?-enfatizando el tú.
-Vengo todos los martes por la noche, ¿te acuerdas? 
-No habíamos quedado para hoy...estás helada, ven.
Me abrazas fuerte, muy fuerte. Me vas absorviendo, me fundo en tu pecho, me relajo mientras frotas mi espalda. Me derrito cuando besas mi cuello, muerdes  mi oreja, acaricias mi pelo. Me siento una niña en tus brazos, una cosa pequeña. Hablas continuamente mientras me tocas, con una voz suave, reparadora. Hablas para que no piense. Hablas y hablas, para que me deje llevar. Me besas, me acaricias...Me siento parte de ti, completamente unida a ti.
No consigo decir nada, pero las imágenes de la última semana se agolpan en mi cerebro: ¿Lo soñé o te vi con ella?
Te vi besarla, como me besas a mí, te vi tocarla, como me tocas a mí, te vi entrar con ella en el portal de tu casa,  llevándola de la mano.
De la mano. Como cuando tomaste la mía y me prometiste que estarías siempre a mí alrededor, y yo te creí. De la mano. Como cuando me llevabas a altas horas de la noche por calles abarrotadas pero desiertas para nosotros, cruzándonos, sin ver, con todas esas personas que deambulaban en las noches de verano sin saber qué buscar, o de qué huir.
Siento que me quiebro. Que mi corazón, el tuyo, el que te pertenece, te va a creer cuando me mientas, te va a adorar cuando me engañes.
Me repongo y resuelvo hacer lo que tenía planeado. Deshaciéndome de tu abrazo cojo un cigarrillo, a medio consumir, del cenicero. Le doy una larga calada y me dejo intoxicar por el humo, ese que necesito respirar de ti.
-¿Desde cuando fumas?
-Desde  ti- respondo con determinación-siéntate, hoy te voy a afeitar yo.
Traes de la cocina una silla de  respaldo alto y te sientas mirando al espejo, un poco extrañado por que no sabes de qué va el juego esta vez. Sonries con malicia.
Te sientas dócilmente y empiezas a acariciarme las piernas.
-¡No!- exclamo- quédate quieto. Yo pongo las reglas del juego.
Me quito el largo foulard y te ato con él las muñecas por detrás de la silla.
Estás ligeramente nervioso, pero te gusta la sorpresa. El morbo del riesgo te encanta.
-Relájate- te susurro al oído- primero te voy a hacer un masaje. Acaricio desde atrás tus hombros, tu vasto pecho, pellizcando los pezones, bajando mis manos por tu torso. Noto cómo te excitas. Me doy la vuelta y me siento a horcajadas sobre ti, besas mi piel, quieres tocarme pero no puedes. Intentas zafarte del nudo pero no te dejo. Sólo puedes besarme. Empiezas a enfadarte. Te quito los boxer y monto sobre ti. Me muevo rítmicamente, noto  tus dientes en mi carne, luego tus besos sanadores pidiendo disculpas. Continuo moviéndome hasta llevarte al máximo. Unidos alcanzamos el clímax, ablandándonos, deshaciéndonos. El universo entero culmina en nuestros cuerpos, que son uno sólo. Un silencio satisfecho nos envuelve.
-¡Júrame que me quieres!- rompes nuestro momento de comunión.
Evito contestar y a cambio te digo:
-Ahora te voy a afeitar, a la manera antigua. Ya sabes que me gusta jugar al filo de la navaja.
Me coloco detrás de la silla  y cojo los utensilios necesarios para la tarea. Te noto cansado de la postura, y un poco nervioso mirando de reojillo el reloj del baño.
-Paciencia, todo acabará enseguida. Echa la cabeza hacia atrás y disfruta.
Te aplico con suavidad la espuma, haciéndote un masaje facial y te vas relajando. Despliego la toalla y empiezo a apurarte con la navaja, con mucho cuidado. Cuando llego al cuello, justo debajo del mentón, suena el timbre del portal, das un respingo y  ese movimiento provoca un corte limpio. ¿Voluntario? ¿Involuntario?
Empieza a manar un reguero de sangre roja y caliente. Con mi dedo índice recojo la que se desliza por tu cuello y me lo llevo a la boca...

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jueves, 18 de abril de 2013





El hombre del sombrero ladeado
Relato basado en el cuadro sobre Leonard Cohen pintado por Maria Pilar Arratibel




El hombre del sombrero ladeado atraviesa la puerta entreabierta escapando de la fría noche, buscando el calor que siempre le ha proporcionado la barra del bar. A su edad el médico le ha recomendado que no beba alcohol, el único consuelo que le queda es el tabaco, pero desde hace años en el interior de los  locales públicos no se permite fumar. Incluso ese garito de mala muerte, en el que reviven tantos muertos en vida, se ha apuntado al odioso cartel de “NO FUMAR”. Sabe que a él, por ser él, le harán la vista gorda.
 Se queda en el ángulo más oscuro del bar, enmarcado por antiguas botellas de Whisky. Desde ese rincón se puede observar sin ser visto. Levanta ligeramente el ala de su sombrero mientras el barman pasa la bayeta en la barra.
-Buenas noches, Sr. Cohen. Que alegría verlo por aquí de nuevo ¿Le pongo lo de siempre?
-El gin-fizz hoy tendrá que ser sin gin. El médico me ha prohibido el alcohol. Para eso están los médicos, para joderte la vida cuando más la necesitas. Su voz grave es interrumpida por una ovación de aplausos.
 Al fondo, sobre el escenario una melena rubia ondeante acaricia el entusiasmo del público, sonriendo agradecida. Baja despacio los escalones, como una actriz de los ’50, siguiendo en la penumbra la estela del humo prohibido. Dejando a su paso un aroma de deseo nostálgico, se acerca al hombre del sombrero. Le quita el cigarrillo y lo acaricia con sus largas uñas rojas.
-Sólo conozco una persona capaz de fumar aquí
-Fumar mata, cariño, aún eres joven, deberías cuidarte.
-No es eso lo que me está  matando-le regala el humo despacio, como un ruego-canta conmigo maestro.
Como única respuesta el hombre se baja el ala del sombrero. De una profunda calada, la mujer apura el cigarrillo y mecánicamente aplasta la vida que le queda bajo la punta de la sandalia, antes de volver al escenario.
El peso de su voz llena el local, una voz rota y cansada, casi masculina. El hombre del sombrero ladeado conoce bien los peligros que entraña esa voz y  las heridas que habitan ese cuerpo. Esa voz en la que hace tiempo  perdió su corazón, y ese cuerpo que  tantas veces le hizo perder la razón.
 Pide al camarero otro gin-fizz, esta vez con gin. Se sonríe mientras enciende otro cigarrillo,¿Por qué no?... ¡qué diablos!, ya no le queda nada que perder.


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Los sentidos del vino           


Elijo una botella de vino tinto para la cena, la descorcho para oxigenarlo. Mi perro se me mete entre las piernas, tropiezo y la botella se me derrama sobre su lomo. Asustado y empapado se esconde bajo la mesa. Me acerco, lo acaricio, su pelo es suave como la seda.(Tacto) 


  Escucho el gorgoteo de las primeras gotas de vino servidas en  cristal de Bohemia, ese único sonido prometedor e  irrepetible en ningún otro servicio. Me ofreces la copa y el color es  brillante como tus labios, perfectamente maquillados.Labios definidos, hechos para besar y ser besados incontables veces.(Oido) 






Acerco la copa a mi nariz.



Evoco un verde bosque, 

donde solíamos ir a recoger moras compitiendo para ver quién cogía la fruta más rápido.No nos importaba arañarnos con las zarzas, nos curábamos las heridas lamiéndonos mutuamente las gotas de sangre de los dedos...¿Te acuerdas? 

Era roja, como éste vino.(Olfato)





                                                 

Recuerdo la luz del sol del atardecer  incidiendo oblicuamente sobre las uvas plenas, 
ofreciendo una imagen dorada de aquellos
 felices días de mi niñez, 
cuando me escapaba por la ventana de la habitación,
 y me sentaba en la tierra roja 
para disfrutar de su exuberante fruto a manos llenas.(Gusto)

   



Vuelves a  servir el vino en mi 
copa sin dejar de mirarme. Disfrutas de ese momento humedeciéndote despacio el labio inferior. Bajo el mantel, te acaricio con mi pié desnudo. De pronto se te cae la botella sobre la mesa. Todos te miran y preguntas
¿Alguien quiere más vino?”
(Vista)



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